
Por Joaquín López Barraza
Eran cerca de las once de la noche del martes cuando la tranquilidad de una vivienda en Altovalsol, a pocos kilómetros de La Serena, se quebró de golpe. Claudia Núñez Pizarro dormía en el primer piso junto a su esposo. En el segundo, su hija de 13 años descansaba después de un día cualquiera de clases.
El ruido de la puerta fue lo primero. Su marido pensó que era la niña, que bajaba medio dormida. Pero no era ella.
«De pronto un hombre se abalanzó sobre mí con un cuchillo en la cara. Otro hacía lo mismo con mi esposo. Los demás gritaban, daban vuelta los muebles, abrían los cajones. Decían: ‘¿dónde está la plata?, ¿dónde están las joyas?’. Yo gritaba y uno me apuntó al cuello para que me callara», recuerda Claudia.
Eran al menos cinco hombres encapuchados, que entraron directo al dormitorio. «Nos registraron todo. Cuando vieron a mi esposo dijeron: ‘tú eres gringo, tienes plata. Los gringos siempre tienen plata’. En ese momento pensé que nos iban a matar», dice.
El caos duró minutos que parecieron eternos. Los sujetos revolvieron cada rincón, buscando dinero y armas que la pareja no tenía. «Nos empujaban, nos insultaban. Uno me tomó del pijama y me tiró al suelo. Sentía la respiración de ellos encima, la desesperación de no poder moverme. Creí que ese era nuestro último momento y que podían violar a mi hija», confiesa.
«Después nos amarraron», recuerda. «Nos ataron de manos y pies y quedamos tendidos en el suelo».
Entonces vino el silencio. Solo alcanzaba a oír los pasos arriba, los cajones que se abrían, las cosas cayendo al piso. «Pensé que subían por ella», dice con la voz entrecortada.
Mientras tres de los hombres continuaban en la planta baja, uno subió al segundo piso, donde dormía la niña. «Mi marido les rogó que no le hicieran daño. Uno respondió que tenía hijos, que no la tocarían. Ella despertó, se sentó, y el hombre la volvió a acostar, le dijo que se durmiera. Revisaron todo su cuarto y bajaron».
Cuando los delincuentes terminaron, discutieron si llevarse el auto estacionado afuera. Al final no lo hicieron, pero se llevaron las llaves. El botín incluyó dinero, joyas, ropa, computadores y objetos personales. Todo sumaba más de once millones de pesos.
Sin embargo, para Claudia, el miedo fue mucho más devastador que la pérdida. «El daño emocional es enorme. Mi hija es autista. Estaba arriba mientras nos apuntaban con cuchillos. No hay cómo describir lo que se siente», dice.
Cuando los asaltantes huyeron, Claudia logró soltarse. «Me desaté como pude y activé la alarma, pero la empresa de seguridad no respondió», asegura. Fue su hija quien, escondiendo el celular bajo las sábanas, logró llamar a Carabineros y a sus abuelos. «Gracias a Dios ella estaba bien. Mis papás llegaron en minutos. No sé cómo, pero llegaron».