Han pasado diez años desde la noche del 16 de septiembre de 2015, cuando un fuerte terremoto sacudió la Región de Coquimbo y un posterior tsunami golpeó con fuerza la bahía, arrasando viviendas, talleres, negocios y recuerdos de toda una vida. Entre los sobrevivientes está Marcos Ortiz junto a su amiga Gina Soledad, recuerdan uno de los montos que les cambió la vida y otorgó una nueva perspectiva. Juntos sobrevivieron la gran ola que arrasó el sector Baquedano, Coquimbo. Una de las noches según dicen más dura de sus vidas.

Por Javiera Escudero.

De profesión mecánico y vecino de la calle Velásquez en Baquedano, Marcos relata a Diario LA REGIÓN que «Yo nunca me arrancaba cuando decían que venía tsunami, porque siempre quedaba en alerta y nunca pasaba nada». Con nostalgia comenta como le dijo a su amiga Gina quien lo acompañaba en ese momento que se iban a ir a tomar un tecito al taller sin imaginarse lo que sucedería segundos después.
«Esa noche pensé lo mismo, hasta que escuché un ruido raro, como aire escapando, y al salir me encontré con el agua entrando. La primera ola me pilló de sorpresa, llegó como a 80 centímetros. Alcanzamos a sujetarnos de una palmera, pero no sabíamos lo que vendría después».
Con gran dificultad lograron mantenerse en pie ya que el agua les llegaba hasta la cintura. Con gran miedo y sin saber que hacer un vecino que los vio de lejos los invito a subirse a su segundo piso mientras pasa lo peor, en ese intertanto Marco, volvió a rescatar a un adulto mayor que a gritos pedía auxilio desde su hogar ya inundado, envuelto en mantas lo trasladó hasta el segundo piso.
La segunda ola fue devastadora. «El agua entró como un río, completa, pareja, de dos metros y medio de altura. Vi cómo mi camión y mi camioneta se iban arrastrados, y de repente regresaban con la fuerza de la corriente saltando por los aires. Todo desaparecía casas, autos, postes. Era un monstruo».
En medio del caos, Marcos enfrentó uno de los momentos más difíciles de salvarse junto a su amiga Gina, que no sabía nadar. Debido a que por la magnitud del agua veía muy posible la caída de la casa donde estaban refugiados en altura. «Yo tengo estado físico, sé nadar y sé cómo cruzar corrientes, pero ella no. Y pensé: si se aferra a mí, nos vamos a morir los dos. Fue un dilema tremendo, la muerte iba a ser horrible.
La noche fue eterna «cuando pasó la segunda ola dije, si viene una tercera, no vamos a resistir. Decidimos salir, de noche, con el agua a la cintura, entre autos flotando. Fue aterrador, pero lo más valioso fue darnos cuenta que la vida valía más que cualquier cosa material», asegura.
Al amanecer, el panorama era desolador. «No tenía nada. Mi casa desapareció, mis herramientas de trabajo, mis vehículos, todo. Lo único que me quedó fue el baño de la casa. Ver a los vecinos botando sus cosas a la calle, mientras yo ni siquiera tenía qué botar, fue un golpe duro».

La ayuda oficial demoró en llegar

Marcos pasó dos meses viviendo en carpa, resistiendo lluvias y frío. La solidaridad vino más de personas anónimas, amigos y clientes que le regalaron dinero, comida e incluso un vehículo para volver a trabajar.
Según dice el municipio, supuestamente el 25 de enero le quisieron hacer entrega de la media agua prometida, cinco meses después en los cuales él había reconstruido su hogar a punta de esfuerzo ahorrando cada peso que ganaba. Con enojo reto a los funcionarios municipales ya que la ayuda ya era inútil, había pasado dos meses durmiendo en una carpa junto a su familia.
En el intertanto conoció la el buen corazón de algunas personas «Un cliente al que le había arreglado la única camioneta que resistió el destrame me la regaló. Me dijo Marco, tú perdiste todo, quédate con ella. Esa generosidad me hizo llorar. Gracias a esas ayudas logré reconstruir mi casa y mi taller», cuenta.

Lo más importante es la vida

El paso del tiempo le dejó aprendizajes que hoy, a diez años, valora más que nunca. «Esa noche entendí que lo material se pierde y se recupera, pero la vida no. Dios me bendijo porque todo lo que perdí me lo devolvió multiplicado, tengo trabajo, mis hijos me ayudan, y aunque mi casa no es lujosa, es fruto de mi esfuerzo. Soy feliz así».
Sin embargo, admite que las secuelas emocionales aún están presentes. «Cada vez que tiembla fuerte, Gina se desespera, porque revive esa noche. Yo agarro a mis perros y me voy a lo alto, no quiero arriesgarme. Aprendí que lo primero es salvar la vida».

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